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14.6.11

A punto de tocar fondo


Pocas hojas quedan en los árboles. Un viento frío azota las paredes de los edificios de la ciudad. Una tarde gris los rodea. Las grietas asoman secas por el asfalto. Incluso los ruidos de los autos disminuyen. De esa manera, el mendigo bajo unos cartones duerme hasta tarde. La ciudad parece estar a punto de tocar fondo.

Ensimismado en su pequeño ser, no nota el niño que limpia el vidrio de su auto. Su ropa corroída por el uso no aguantará el invierno. La anciana sube al colectivo que la llevará a cobrar su escaso sueldo, pero nadie le da el asiento. La señora con un niño en brazos la mira compasiva. Se dirigen a un hospital donde los médicos no atienden porque están de huelga.

Cada paso que doy es sobre la tierra seca y dura del invierno que se anuncia. Las sombras en el cielo ni siquiera me dan esperanzas de lluvia, solo el frío se avecina. Mis pensamientos giran en torno a la tristeza, no propia sino ajena. ¿De que sirve estar bien si todos a mi alrededor sufren? Me pongo a tono y me deprimo casi propósito. Es lo que toca.

El paisaje desolado de mi caminata diaria me lleva a pensar: todos parecen estar a punto de tocar fondo. Siento el viento que me empuja hacia atrás y pienso: que bueno es a veces rendirse a la muerte. Muerte que es cambio. Cambio que es renacimiento. Inhalo, exhalo. “Cada momento de tu vida es único y maravilloso. Cada respiración es un renacer” dice el monje zen con el que practico.

Es difícil ver el renacimiento en medio de la crisis. Agonizando, no se puede pensar en revivir.

La plata no alcanza a la persona así como la lluvia no le alcanza a esta ciudad. Hasta el agua cae seca de la canilla. En contraposición, el calor de una bella casa asoma por sus ventanas. La familia que la habita, disgregada, a punto de tocar fondo: padres que discuten, hijos sin un camino que seguir.

Mientras camino, un copo de ceniza de ese volcán lejano que azota la ciudad de mi niñez llena mi mente de recuerdos. Gente que hace años que no veo, sufre en este momento. Me vuelvo a preguntar si tiene algún sentido estar bien aquí y ahora…

Cada paso es un descenso, cada pisada, una exhalación, una muerte. Cada sonido me trae de nuevo al momento presente: desolado, triste, doloroso. Miro alrededor. Un sauce llorón me acompaña.

Mientras regreso comprendo que debo rendirme a la muerte que el universo me propone. En una semana comienza el invierno: máximo yin del ciclo energético. Luego de ese fatídico día todo empezará a cambiar, la curva asciende trayendo esperanza. Pero ahora, estamos todos a punto de tocar fondo: las personas, las plantas, el hemisferio sur por completo.

Me sé toda la teoría: después del máximo yin se genera el mínimo yang: calor, renacimiento, alegría. La impermanencia asegura el cambio. Cuanto más me resisto mas difícil es… trato de recordar todo eso todo el tiempo y así lograr dejar pasar mis pensamientos depresivos: ¿para que sirve tanta práctica?

Nadie puede entrar en mi cabeza y dominar mis pensamientos. Puedo enseñar muchas cosas, pero no puedo estar en la cabeza de los alumnos o de las personas. ¡No te das cuenta! Cambia tu pensamiento y cambiará tu realidad. ¿Puedo ver la primavera en este mismo momento?

Me dejo llevar. Entre el viento frío y la sequedad de la tierra, suelto. Me inundan las emociones, los pensamientos, la bronca, el vacío. Me dispongo así, desorganizadamente, a tocar fondo, a morir con el otoño dentro de siete días.

“Invierno, máximo yin. No te resistas. La resistencia a la vida tal cual es genera sufrimiento. Todo pasa, es impermanente. Todo cambia. Luego de morir de frío llegará el calor. Luego de tanta desolación, llegará la lluvia y el sol.” Una voz en el fondo de mi mente me mantiene cuerda, siguiendo las enseñanzas, siguiendo siempre el camino: No niegues, no rechaces, sigue avanzando. Actúa en consecuencia.

¿Dónde están las respuestas? No las hay. Solo las acciones: blancas, negras o simplemente impecables. No puedo cambiar sus pensamientos, no puedo cambiar las realidades, solo puedo prender mi calefacción.